jueves, 12 de abril de 2018

Lula y una pregunta sin respuesta (editorial del 8/4/18 en No estoy solo)


Para tratar de echar algo de luz sobre lo que sucede en Brasil me serviré de una categoría que se viene popularizando en los últimos meses y que se conoce como “Lawfare”. Se trata de un término en inglés que suele traducirse como “guerra jurídica” y no hace otra cosa que dar cuenta de un fenómeno que ha sido bastante notorio al menos en Latinoamérica durante la última década. Me refiero a la utilización de la ley y el poder judicial que hacen determinados factores de poder con el objetivo de perseguir políticamente a sus adversarios. Tal persecución puede incluir presiones de instituciones internacionales, encarcelaciones preventivas y denuncias varias. Lo que se busca es desplazar al adversario político de la arena pública y, para ello, naturalmente, se cuenta con la complicidad de medios de comunicación cuya ideología es afín a esos intereses. Si la cárcel o el juicio político no es alcanzado, al menos se logrará el desgaste gracias a la difamación y la cada vez más frecuente presunción de culpabilidad que pone de cabeza toda la historia del derecho occidental.
Los gobiernos de derecha siempre entendieron que el statu quo debía garantizarse en el terreno de la ley y por ello siempre repito que la crítica a gobiernos de derecha, como el de Menem, no debe dirigirse a lo que hicieron “por izquierda”, ilegalmente, sino a la red jurídica que construyeron “por derecha”, esto es, legalmente y cumpliendo todas las formalidades del caso. Es que, naturalmente, los sectores de poder, sea que llegaran a la administración del Estado vía fraude o golpe militar, entendieron que podían hacerse fuertes en el Poder Judicial, el único de los poderes cuya composición no depende de la voluntad popular. Así, con una Constitución acorde a sus intereses o, al menos, con intérpretes afines en espacios clave, sería posible limitar el eventual afán transformador de cualquier gobierno popular.        
Seguramente por distintas razones, después de la década del 40 y la ola de reformas constitucionales enmarcadas en la tradición del constitucionalismo social, los movimientos populares subestimaron la importancia que tenía dar la disputa en torno a la ley, probablemente amparados en la idea de que el cambio era revolucionario o no era nada.  
Descartada la lucha armada, y con algunas décadas ya de gobiernos democráticos y pacíficos, el siglo XXI pareció inaugurar una nueva mirada y la última ola de gobiernos populares de la región tomó nota de que la ley y el Poder Judicial no oficiaban como espacios neutrales, sino que los intereses contra los que estos gobiernos disputaban tenían allí a su principal expresión. En Venezuela, Bolivia y Ecuador se modificó la Constitución y se inauguró una línea de nuevo constitucionalismo social que, en general, se caracterizó por la ampliación de derechos, el incentivo a la participación popular y el reconocimiento del carácter pluriétnico de la comunidad.
Pero aun con reforma constitucional, una estrategia de “Lawfare” puede ser efectiva porque funciona en el terreno de la justicia ordinaria, con jueces y fiscales en puestos clave y la presión de los poderes fácticos especialmente a través de un mapa de medios cada vez más concentrado. Así sucede en Argentina y en Brasil. Y si de vecinos hablamos, no olvidemos que hace algunos años, en Paraguay, esta estrategia se cargó un gobierno legítimo.      
¿Esto significa que todos los gobiernos populares ganarían el premio a la transparencia? Por supuesto que no ni tampoco es una defensa del “roban pero hacen”. Pero en Paraguay cayó un presidente con pruebas en su contra que el tribunal obtuvo de la tapa de los diarios opositores, en Brasil, Dilma Roussef fue destituida por una asunto administrativo irrisorio, y en Argentina CFK tiene pedido de prisión por una causa delirante. Una vez más, esto no absuelve a cada uno de estos referentes de errores o, incluso, de sendos casos de corrupción al interior de sus gobiernos pero la trampa está en hacernos creer que el modelo que defendían los gobiernos populares era de por sí corrupto y que la disputa es entre populismo y transparencia cuando, en todo caso, es entre gobiernos populares y gobiernos neoliberales. Así, entonces, confundir "popular" con “corrupto” y “neoliberal” con “transparente” es la gran maniobra de todo un dispositivo conceptual que viene instalándose desde hace ya mucho tiempo.   
Quedará, por supuesto, para el futuro, brindar, sin hipocresía, una discusión en torno a cómo es posible un financiamiento de la política que no sea opaco pero que, a su vez, no quede a merced de los grandes capitales porque de ser así será imposible que un candidato que vaya contra esos intereses pueda vencer. Es una discusión incómoda pero habrá que darla. Con todo, más incómodo aún será pensar cómo se sale de este callejón en el que una democracia acaba siendo dirigida y gobernada por el único poder que no se somete a la voluntad popular en complicidad con los sectores más concentrados del capital. Descartada, por suerte, cualquier solución violenta, este interrogante es el que debe estar sobrevolando la mente de todo referente popular de Latinoamérica. Desconozco qué respuesta se puede dar pero ninguna de las que se han dado hasta ahora parece estar a la altura del problema.    



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