viernes, 23 de septiembre de 2016

Decadencia (publicado el 22/9/16 en Veintitrés)

Días atrás volví a ver Decadencia, una obra dirigida por Rubén Szuchmacher e interpretada magistralmente por Horacio Peña e Ingrid Pelicori. Decadencia fue escrita en 1981 por Steven Berkoff, londinense de padres rusos, y se estrenó en Buenos Aires en la década del 90. Siendo muy joven tuve la posibilidad de estar presente en aquella temporada y veinte años después quise repetir esa grata experiencia. 
Si bien no ingresaré en el terreno de la crítica teatral pues hay otros que lo hacen mejor que yo, cabe decir que se trata de esas obras que, como las tragedias griegas, hablan de una época y de una idiosincrasia particular sin dejar de ser universales. En otras palabras, allí se observa que la banalidad, la violencia, la competencia absurda, el odio irracional, la hipocresía, el desprecio y una sexualidad desbocada, no pertenecen estrictamente a la clase alta sino que atraviesan todos los estratos sociales incluyendo la clase baja. Se trataría, más bien, de características que conforman un clima de época y la crisis de una civilización. En este sentido, sin caer en los clichés o en las divisorias estereotipadas, en la relación entre un matrimonio con sus respectivos amantes la obra muestra que la decadencia de esa Inglaterra de los tiempos de Thatcher puede ser representativa de sociedades occidentales como la nuestra. Así, la obra de Berkoff bien podría haber sido escrita en Argentina o en Francia también. 
De hecho, el eje de la decadencia, me hizo recordar un libro enormemente polémico que ha despertado todo tipo de interpretaciones. Me refiero a Sumisión, del francés Michel Houellebecq, novela que algunos acusaron de islamofóbica y que tuvo que retrasar su venta al público puesto que estaba pautada para la semana en que se dio el lamentable atentado contra la revista Charlie Hebdo.
Houellebecq plantea el escenario de un futuro próximo, más precisamente, el año 2022,  en medio de un proceso electoral que elegirá nuevo presidente. Los nombres propios y los partidos son reales y actuales pero Houellebecq realiza una pequeña alteración. Introduce un partido al que denomina “Hermandad musulmana”, republicano en las formas, liberal en lo económico pero conservador en lo cultural y educativo. Los comicios se realizan con normalidad y el partido nacionalista de los Le Pen obtiene el 34,1% pero la Hermandad musulmana alcanza el 22,3% de los votos, apenas 0,4% más que un partido socialista en crisis. En algún reportaje Houellebecq afirmó que no buscó provocar sino que, solamente, “aceleró algo los tiempos”, lo cual, claro, parece ser de por sí una provocación funcional a los discursos que en nombre de la tradición laica y de la república fueron capaces hasta de intentar prohibir el llamado “burkini” en las playas.
Volviendo a la novela, el balotaje enfrenta, entonces, a la opción de la derecha fascista y xenófoba francesa con un partido musulmán que ha logrado alcanzar un porcentaje tan alto en la primera vuelta por el simple hecho de que los adeptos a esa religión poseen una concepción de familia numerosa que, como diría un referente de la derecha norteamericana, Samuel Huntington, en pocas décadas derivará en que haya tantos musulmanes como población occidental cristiana.
El partido musulmán ofrece varios ministerios a los socialistas y en lo único en lo que no están dispuestos a ceder es en materia de política demográfica y educativa, lo cual supone enseñanza islámica desde los primeros años de edad, la prohibición de la enseñanza mixta, la obligatoriedad de convertirse al islam para todos los docentes y algunas carreras universitarias vedadas para las mujeres.
Se produce el acuerdo y la Hermandad musulmana gana ajustadamente. Ejercen el gobierno preocupados más por los valores que por la economía. Son moderados y se apartan del yihadismo y las versiones radicalizadas. Antes que el catolicismo o el judaísmo, su principal enemigo, en ese sentido, es el laicismo. Buscan un nuevo humanismo y su líder tiene orígenes “tercermundistas” más allá de que, como se indicaba anteriormente, en lo económico son liberales. No pretenden salirse de Europa como la derecha xenófoba sino liderar una Europa ampliada para cumplir con el sueño de Eurabia (una Europa dominada por el islam y que incluiría a Argelia, Túnez, Marruecos, Líbano y Egipto, entre otros). Podría decirse que la Hermandad musulmana tiene un verdadero proyecto civilizatorio.
Lo curioso es que las medidas del gobierno del presidente francés Mohammed Ben Abbes tienen un amplio apoyo pues baja la delincuencia en la medida en que los suburbios, aquellos donde es mayoría la población musulmana, se encuentran representados e incluidos; incluso bajó drásticamente la desocupación porque, por razones culturales/religiosas, la mujer se retira del mercado laboral.
En este contexto, el personaje principal de la novela, un profesor universitario sin demasiado brillo que había sido despedido por no ser islámico, es invitado a volver a la Universidad pública con la condición de abrazar la nueva religión de Estado. Y acaba aceptando ni siquiera por razones económicas o por una repentina fe de los conversos; tampoco estrictamente por moda. Acaba aceptando, al menos esa es mi interpretación, por un banal cálculo racional, originario de la lógica individualista de occidente. Efectivamente, con su novia judía exiliada en Israel por temor a lo que le pudiera deparar una Francia islámica, y tras frecuentar decenas de prostitutas, entiende que convertirse al Islam le permitiría poseer muchas mujeres. Esa posibilidad  hace que el protagonista pase por alto un elemento controvertido de la novela y que bien permite discutir hasta qué punto Houellebecq no contribuye a una mirada estigmatizadora cuando le hace decir a uno de los personajes que, para el islam, la felicidad humana reside en la sumisión más absoluta, específicamente la sumisión de la mujer al varón que es análoga a la sumisión del Hombre con Dios. El cinismo de nuestro profesor hace, entonces, que la posibilidad de la poligamia desplace a un segundo plano el elemento patriarcal que se seguiría, según el autor, de la religión islámica.
Ahora bien, mientras el profesor consulta con sus consejeros islámicos cómo garantizarse la belleza de un cuerpo joven en la medida en que hay que elegir esposas entre mujeres cuyo cuerpo se encuentra tapado completamente y a las que es imposible acceder carnalmente antes de desposarlas, el partido musulmán belga llega al poder y ocho partidos musulmanes más de toda Europa ya forman parte de las coaliciones de gobierno en sus respectivos países. Dado que no me interesa aquí discutir a Houellebecq ni menos aún el islamismo, sugiero que usted mismo lea la novela y saque sus propias conclusiones. Con todo, la interpretación que privilegio es la de la banalidad del profesor, la de su cinismo y la pregunta que cabe hacerse, en todo caso, refiere a los senderos por los que puede llevarnos la racionalidad instrumental de occidente; y en última instancia, más escandaloso que una Francia islámica, unos socialistas transando con los musulmanes o la controvertida caracterización de una religión, es el hecho de la crisis total y la decadencia de sociedades que han cambiado la fe ingenua en el progreso por el cinismo, sociedades en las que, en una misma calle, permiten que convivan la angustia de la falta con el tedio de los que lo tienen todo.                                

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