sábado, 27 de septiembre de 2014

Terrorismo: un enemigo lógico (publicado el 25/9/14 en Veintitrés)

Todo hace prever que estamos próximos a un capítulo más de la llamada “guerra contra el terrorismo”. Se trata de una serie que no se detuvo jamás pero que adoptó un formato particular especialmente desde la caída de las Torres Gemelas. En aquel momento, recuerde, el presidente George W. Bush habló de “justicia infinita” y en esa síntesis decía demasiadas cosas entre líneas. Por un lado, que seguía la línea justificatoria del sofista Trasímaco para quien “lo justo no es otra cosa que lo que le conviene al más fuerte” y, por otro lado, que en la infinitud se mezclan dimensiones espaciales y temporales. Porque la guerra contra el terrorismo ya no iba a reconocer fronteras ni soberanías estatales y se iba a extender en el tiempo todo lo que hiciese falta. Porque el terrorismo es hoy el enemigo lógico de un nuevo paradigma. En otras palabras, con el avance de un capitalismo financiero, descentralizado, virtual y “burbujero” completamente desvinculado de la producción concreta, telecomunicaciones vertiginosas y despersonalizadas que alteran la noción de territorialidad, y Estados impotentes y debilitados tras la larga noche neoliberal, ya no tiene sentido pensar que el enemigo puede venir en el formato de un ejército nacional capaz de disputar territorios. Lo que se necesita es, simplemente, un fantasma inasible que por su misma condición genere terror. En este sentido, que el terrorismo ataque (como de vez en cuando lo hace) es casi un ejercicio de redundancia pues lo que interesa es que exista la posibilidad, la amenaza, y que ese peligro sea constante y ubicuo.
Por eso no alcanza con la caracterización del terrorista. Sería fácil que los terroristas tuvieran cara de malos, siempre fuesen varones y tuvieran barbas largas y turbantes. De lo que se trata es de instalar que terrorista puede ser cualquiera, inclusive la panadera o la señora del 5° “B”. Los grupos se estigmatizan igual porque sigue habiendo “portación de cara” o, en este caso, “portación de religión”, pero ahora se le suma la posibilidad de que el enemigo esté infiltrado y sea “igual a nosotros”.
A su vez, si enemigo terrorista puede ser cualquiera, se elimina uno de los principios de las guerras convencionales vinculado a la separación entre civiles y no civiles. Porque la guerra es total y en tanto tal es indiferenciada. No solo está en territorio ajeno sino que también, dicen, está en el propio. Y por esto mismo se diluye la separación entre las fuerzas encargadas de la defensa exterior y la seguridad interior y, en aquellos países donde el terrorismo no es una amenaza que preocupe a la opinión pública, es la “inseguridad” la elegida para librar “la guerra”.
Así, y dado que todo espacio público es peligroso, el lugar más seguro es la casa y el único vínculo con el afuera se da a través de los medios de comunicación tradicionales o las redes sociales. Allí, hace semanas que circula una nueva agrupación terrorista cuya denominación también sintetiza toda una cosmovisión. Porque llamarse “Al Qaeda” no dice demasiado pero llamarse “Estado Islámico” brinda un mensaje simple y efectivo que cualquier agencia de publicidad aplaudiría. Pues logra penetrar en el inconsciente e instalar que un Estado islámico es sinónimo de terrorismo (a juzgar por la poca imaginación de los asustadores vernáculos, no es descabellado que creen, en el corto plazo, un grupo terrorista argentino que se llame “Estado intervencionista”).
No me interesa aquí rastrear la historia de estas minúsculas formas sectarias y fundamentalistas cuya existencia le debe mucho a la complicidad de Estados Unidos no solo durante la “guerra fría” sino en el pasado inmediato con una guerra en Kuwait en 1991, una invasión a Irak que dejó centenares de miles de muertos y una intervención que duró casi una década sin lograr el supuesto cometido de exportación de los valores democráticos de Occidente. En todo caso, está claro que ese fue el contexto que derivó en fragmentación, anarquía, ocupación, colonialismo y guerra civil, y, en ese marco, el surgimiento de grupos radicalizados increíblemente violentos es casi una consecuencia preocupante y tristemente natural. Pero la existencia del grupo terrorista “Estado islámico”, cuyo “poder de fuego” es relativizado por algunos especialistas es, conceptualmente, anecdótico pues la lógica del terrorismo y de las guerras actuales funcionaría igualmente aun cuando Estado Islámico fuese una ficción y se demostrara que las decapitaciones están hechas por actores con una escenografía hollywoodense.
Porque, como se decía anteriormente, lo que importa es la amenaza, la posibilidad de su existencia y no la existencia misma. Algo así sucedió cuando se invadió Irak buscando supuestos laboratorios móviles en los que un individuo podía crear armas de destrucción masiva y, años después, el propio presidente Bush reconociera que nada de esto se encontró. Por cierto, el Profesor español Manuel Castells recuerda que una encuesta realizada en 2004, meses después del reconocimiento de la inexistencia de pruebas que sustentaran la acusación de poseer armas de destrucción masiva, arrojó que el 38% de los estadounidenses seguía creyendo que, en Irak, se habían encontrado tales armas. Pero lo más interesante es que, en otra encuesta, realizada en 2006, el porcentaje de estadounidenses que creía que en Irak se habían encontrado armas de destrucción masiva había subido al 50%. Y si de encuestas hablamos, hace algunos días, The Washington Post publicó los resultados de un sondeo por el que 9 de cada 10 estadounidenses consideran que Estado Islámico es una amenaza para el país y un 71% apoya los ataques aéreos a Irak. Esto significa que una importantísima mayoría de estadounidenses considera que Estado Islámico pone en riesgo su seguridad de lo cual aparentemente se sigue, de manera inevitable, apoyar una nueva intervención a través de tecnologías presuntamente asépticas. Mientras tanto las cadenas de noticias mostrarán algunas llamaradas detrás de un cronista fácilmente confundibles con los fuegos artificiales de un festejo y las agencias de noticias nos amplificarán algún nuevo acto de barbarie de Estado Islámico en un pasaje remoto y rocoso; la Bolsa de New York subirá y los buenos ganarán, como sucede en las películas estadounidenses. Si no hubiese vidas de por medio y la demostración flagrante de la vehemencia de un sistema económico que produce desigualdad y millones de excluidos, usted debería reconocer que sería un buen entretenimiento para un sábado por la tarde.   

     

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