viernes, 4 de julio de 2014

Pequeñas alegrías de la patria chica (publicado el 3/7/14 en Veintitrés)

Todos sabemos qué es la patria grande pero ¿sabemos qué es la patria chica? Uno está tentado a definirla por oposición, en el sentido de que si patria grande es aquel sueño continental que impulsó San Martín y que llama a borrar las fronteras con nuestros países vecinos, la patria chica sería, estrictamente, la Argentina. Justamente, siguiendo esta misma lógica, en uno de los discursos que Rafael Correa diera tras triunfar en las últimas elecciones presidenciales, éste afirmó: “Estamos construyendo la patria chica (Ecuador) y la patria grande (nuestra América)”.
De esto se sigue que la construcción de la patria chica no va necesariamente en detrimento de la patria grande, o, para decirlo sin rodeos, que una política nacional no deviene necesariamente en un nacionalismo beligerante como muchos quieren presentar.
Ahora bien, la idea de patria chica puede también referir a unidades referenciales más pequeñas como la ciudad, el barrio, la comunidad, el vecindario pues, al fin de cuentas, lo chiquito y lo grande siempre es relativo y de lo que se está hablando es de ese primer núcleo de pertenencia, inmediato, que luego, claro está, puede formar parte de otras pertenencias más amplias.
¿Pero hay alguna patria chica que se oponga a la patria grande? Por supuesto. En este sentido, para muestra, obsérvense, dentro de todas las variantes, que los nacionalismos agresivos recién mencionados buscan engrandecer la patria chica, muchas veces, al precio de achicar la patria grande, es decir, al precio de diferenciarse del vecino entendiendo la frontera no como una distinción administrativa sino como una fractura esencial entre un nosotros y un ellos.
Pero también hay otra forma de entender la patria chica y es aquella a la que refiere Arturo Jauretche en un libro que no es de sus más reconocidos: Ejército y política.
Para el célebre creador de las zonceras, en la historia argentina hay dos grandes concepciones en pugna: la que posee una mirada nacional y la que posee una mirada de facción. Esta última es defensora de una patria chica pero no en el sentido de una defensa nacional frente al extranjero sino todo lo contrario: se trata, dice Jauretche, de aquella que, con pensamiento unitario, impulsó la balcanización de los territorios del virreinato favoreciendo sus intereses (los de la elite de Buenos Aires), los cuales, por supuesto, coincidían con los intereses ingleses.
Para decirlo con sus palabras: “Hay dos concepciones: la de la Patria Grande y la de la Patria Chica. La que atiende al ser de la Nación en primer término, y la que posterga ésta al cómo ser; la que pone el acento en la grandeza, y la que lo pone en la institucionalidad, en las formas. La primera tiene la atención puesta en las campañas de la independencia, en el Alto Perú y en la Banda Oriental; es la que genera la epopeya sanmartiniana y artiguista. Se siente continuadora de la política de España en el continente, ahora para los americanos. Su ámbito es tan grande que sus hombres se llaman así, y no argentinos. (…) La Patria Grande piensa y actúa en medidas continentales (…) En cambio los hombres de la Patria Chica solo ven instituciones y gobiernos: la ordenación jurídica antes que la tierra y los hombres. Alberdi no ha inventado la fórmula, pero ellos la presienten; ven como abogados o ideólogos lo que los otros ven como soldados y nativos”.
De este modo, Jauretche traza una continuidad entre Rivadavia, el triunfo en Caseros, Mitre, la guerra de la triple alianza y la Argentina como granero del mundo, para oponerlos a San Martín, los caudillos, el yrigoyenismo y el peronismo.
Dejando de lado la cuestión acerca de, quizás, algunos matices ausentes, Jauretche, como indica el título de su libro, aplica esta idea a una descripción del ejército para mostrar la transformación que éste sufriera ya desde que Rivadavia le negara su apoyo a San Martín y comenzara un lento repliegue que terminará identificando los intereses del país con los intereses de los porteños. La consecuencia de ello son provincias relegadas, algo bastante natural, por cierto, dado que los iluministas de Mayo y los románticos de la generación del 37 entendían la extensión del territorio como un problema. En esto hay una clara diferenciación con Brasil que Jauretche explota muy bien pues mientras nosotros impulsamos un camino vertiginoso de progreso de una parte (el puerto), nuestros vecinos apuntaron a fortalecer las fronteras. En otras palabras, el terror a la extensión hizo que nos refugiáramos en una parte de nuestro territorio y que los intereses de la facción que dominaba el puerto apareciesen como representativos de la nación; en cambio, Brasil tuvo una política nacional que llevó mucho más tiempo pero logró estabilizar un territorio, fijar con claridad la frontera hacia afuera, para, desde allí, comenzar con el crecimiento hacia adentro. A tal punto fue lento este proceso que Jauretche lo piensa como de plena actualidad y observa en la decisión de constituir la capital en Brasilia (algo que se oficializaría en 1960) un signo de este proceso de impulso hacia el interior.
Si bien el texto de Jauretche aquí mencionado es de 1958, su apreciación acerca del modo en que el ejército argentino dejó de representar una política nacional para ser solo el instrumento de imposición de los intereses de una parte (minoritaria) contra la otra parte (mayoritaria), tuvo su desenlace más atroz en las décadas posteriores, algo que en lo ideológico se justificó del peor modo, esto es, en términos de un enemigo interior. En otras palabras, un ejército cooptado por una parte, por una facción, asumió como propia la representatividad del ser nacional para dirigirlo hacia adentro, es decir, hacia grupos que fueron tildados de antinacionales.
Y es porque tenemos memoria y hemos sabido de la utilización de algunos términos, que considero que hay que manejarse con cuidado respecto a plantear que todo aquel que tiene una mirada crítica a la política económica de la actual administración es un antipatria. De hecho, de manera muy interesante, el propio Jauretche introduce una variable que muestra que no todo es tan lineal pues, frente a lo que se podría suponer, el liberalismo no es descripto como un agente de la patria chica que necesariamente se encuentra al servicio de los intereses foráneos. En todo caso, ése ha sido el derrotero del liberalismo argentino, antes y después de 1958, pero no ha sido, según indica, insisto, el propio Jauretche, el camino del liberalismo en, por ejemplo, Brasil y Estados Unidos, pues allí éste se impulsó desde una perspectiva nacional que no se privó de utilizar todo tipo de medidas proteccionistas. En esta línea, el autor de Los profetas del odio afirma: “El mal no está en las doctrinas; está en que se utilizan contra la política nacional. Es de orientación. Ya hemos visto cómo Estados Unidos y Brasil son también liberales, pero nacionales. Allá el liberalismo fue adecuado a la Nación; aquí se adecuó la Nación al liberalismo”.
¿Serán capaces de entender esto nuestros liberales contemporáneos, aquella patria chica que tiene su pequeña alegría en la decisión arbitraria de un juez en Estados Unidos? ¿Estarán en condiciones de comprender estos argentinos que la posibilidad de éxito, incluso del programa económico que ellos promueven, presupone la afirmación de soberanía?
Preguntas retóricas las mías, preguntas dirigidas a quienes, en nombre de una facción, de una parte, acusan de chauvinista a todo aquel que entienda que patria puede ser algo más que la extensión de su propiedad privada.                                         

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