viernes, 27 de junio de 2014

Con pelota no hay patria grande (publicado el 26/6/14 en Veintitrés)

En estas últimas semanas estamos siendo testigos de una enorme cuña en los sueños de Bolívar y San Martín, un fenómeno capaz de suspender y postergar los anhelos de una patria grande. No son los fondos buitre ni el vehemente e insaciable sistema financiero; tampoco es la derecha neoliberal que enarbolando la bandera del eficientismo busca descentralizar y desempoderar a los Estados para transformarlos en meros instrumentos administradores de aduanas. Ni siquiera es el cipayismo vernáculo con sus ONG solventadas con dinero de la timba financiera o la izquierdita cínica que ironiza cuando no es un gobierno sino el futuro del pueblo argentino el que está en cuestión. Nada de eso. Se trata, señoras y señores, ni más ni menos que del fútbol. Sí, el fútbol. ¿Qué otra cosa podría ser? ¿O acaso alguien duda de que cuando empieza a rodar la pelota se va al carajo el sueño latinoamericano y lo único que deseamos es el triunfo propio y la caída del vecino rival?
Pues si bien es verdad que los nuevos aires de gobiernos progresistas que sucedieron a la década neoliberal han avanzado enormemente en una concientización del destino común de los pueblos del sur, y que la aparición de institucionales continentales con cada vez más peso fortifica esa cosmovisión, el fútbol abre un paréntesis, suspende, por dos horas, todo.
No hay por qué desesperarse ni hacer grandes y sesudas elaboraciones por esto. Menos que menos echarle la culpa a la irracionalidad de la pasión futbolera ya que la rivalidad con el vecino es constitutiva de la identidad nacional. Pues reconocer lo que somos implica comprender aquello que no somos, comprender el límite, lo que está afuera.
Es más, yendo al terreno más micro, la identidad tiene niveles y el “nosotros” y el “ellos” se va reconfigurando en cada una de esas instancias. Sin hacer psicoanálisis a la carta, nuestro barrio se diferencia del barrio contiguo, como nuestra cuadra se distingue de su paralela y como la casa que habitamos marca, por suerte, un límite con las costumbres insoportables que tiene nuestro vecino. Claro que nadie está diciendo que esas separaciones tengan que ser violentas o estén esencialmente cargadas de un tono poco amistoso más allá de que, cuentan nuestros terapeutas, el diferenciarse de ese primer “ellos” que son nuestros padres suele tener una carga traumática inherente.              
Pero si a esto le sumamos la historia de los Estados nacionales notaremos que el problema se agrava pues quien considere que las fronteras políticas y jurídicas son representativas de identidades en común desconoce que la necesidad de homogeneización, de darle unidad a aquello que no lo tenía, muchas veces sacrificó las diferencias de manera violenta. Como verá, no estoy diciendo nada novedoso sino contando la historia de los últimos siglos en el continente y en el mundo. Es más, podríamos decir que buena parte de los innumerables conflictos que subsisten en el planeta tienen que ver con aquellas identidades que por razones ajenas forman parte de un Estado nacional que no las representa. Preguntemos a nuestros rivales mundialistas, los bosnios, sobre su triste historia reciente. O veamos cómo las diferencias tribales marcaron peleas públicas dentro del equipo camerunés. Y se trata, simplemente, de dos pequeños ejemplos pues cada Estado tiene sus particularidades.
Ahora bien, tanto en el fútbol como en la vida cotidiana, los distintos estratos de la identidad que nos van diferenciando de papá y mamá, de los compañeros de la escuela, del vecino, del barrio de enfrente, de la provincia, del país limítrofe, de la otra galaxia, tienen como dato insoslayable la cualidad de aquello de lo que nos diferenciamos, y es según esto que podemos tejer circunstanciales alianzas. Pasa a todo nivel: en el plano estatal Argentina y Uruguay pueden tener un conflicto por una pastera pero cuando los que están en frente son los fondos buitre, resulta claro que estamos del mismo lado; a nivel local, algunos políticos de la oposición son recalcitrantemente antikirchneristas y hacen de la diferenciación con el kirchnerismo su marca de identidad. Sin embargo, cuando está en juego la renegociación de la deuda o cuando se avanza en la expropiación de YPF o en la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, frente a un otro común y poderoso, cierran filas con el oficialismo. En el fútbol sucede lo mismo: cuando nuestro pobre y pequeño equipo del barrio enfrenta al pobre y pequeño equipo del barrio vecino la disputa puede ser enorme y hasta llegar a límites insospechados. Sin embargo, es probable que si nuestro vecino enfrenta a un equipo todopoderoso de otro país, el hecho de pertenecer a una misma ciudad o compartir el destino de equipo chico y/o pobre, fuera la variable más importante a la hora de tomar posición. Sin dudas, está lleno de excepciones y en el fútbol vernáculo somos testigos de cómo los equipos de La Plata o Rosario desean que su rival pierda aun cuando el adversario sea el poderoso Real Madrid. Pero, en general, aquello que está en frente es determinante y cambia drásticamente la perspectiva.
Futbolísticamente, Argentina tiene rivalidad con Uruguay pero creo que quedó claro que cuando “la celeste” enfrentó a Inglaterra todo argentino tenía la camiseta de Uruguay puesta; también hay una rivalidad con los chilenos pero frente al poderoso España, seguramente, una buena parte de los argentinos hincharon por Chile. Es más, a pesar de que la historia reciente en temas geopolíticos marca una cierta conflictividad entre Chile y Argentina, cuando “la roja” enfrente a Brasil seguramente los argentinos estarán del lado de Chile simplemente porque Brasil es el poderoso. Del mismo modo, frente a grandes europeos, los pueblos de Latinoamérica probablemente apoyarían a Argentina o a Brasil pero si estos dos grandes seleccionados enfrentaran a alguna “cenicienta” como Ghana o Corea del Sur, seguramente, con algo de morbo, jugarían una ficha al débil pues siempre es placentero ver caer al Goliat.    
Estas diferencias, al menos hasta el día de hoy, han quedado dentro de la cancha y no hay noticia alguna de enfrentamientos entre hinchas de diversas nacionalidades en este mundial. De hecho, debería afirmarse que resultan mucho más violentos los enfrentamientos en el fútbol local de cada uno de los países siendo los clásicos, esto es, los partidos entre vecinos, los de mayor peligro. Por eso no creo que sea para alarmarse ni que se deban mezclar los avances que se vienen dando a nivel político, cultual y económico entre los países sudamericanos, con la rivalidad inherente a las gestas deportivas, pues esto último no desmiente ni pone en riesgo lo primero.
Parafraseando a un filósofo contemporáneo: “hay que dejar de metaforizar con el fútbol por lo menos dos años”, hay que dejar de abonar la idea de que el fútbol es una extensión lineal de la política exterior o que lo que sucede entre los ciudadanos de cada país durante el partido da cuenta de la relación entre los pueblos. Porque si bien es un juego que marca lo que somos, nos atraviesa y nos encanta, es un juego capaz de crear rivales que dejan de ser tales una vez que el árbitro da por finalizado el cotejo. 


1 comentario:

Carlos G. dijo...

Tal cual.
Y los que hemos vivido lo suficiente para recordar las antiguas "batallas" en el Centenario o lo que ha significado para los argentinos jugar al futbol en Chile o Perú, tenemos cierta reticencia en alentar la victoria de "nuestros hermanos latinoamericanos".
Claro que esto nada tiene que ver con la concientización política respecto de la necesidad impostergable de la unión de los países del centro y el sur de América.
Pero al futbol, no!:)